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jueves, 16 de octubre de 2014

Dos ranas en busca de un solo charco



Habías bebido. Habías bebido mucho ese día. Eran las diez de la mañana y tú acompañabas mi café con un ron-cola. A pesar de que no estabas allí por mi, desde ese día te quedaste en mi vida para siempre. 

Las leyes del cortejo estipularon que lo nuestro tenía que cocerse despacito, a fuego lento. Y así fue. Nadie dijo que iba a ser fácil, pero nosotros nos metimos hasta el fondo.

Discutíamos. Oh, Dios! Discutíamos muchísimo, pero solo porque nos encantaban las reconciliaciones. Los dos sabíamos que esa era la mejor parte.

Nunca habías tenido novias, pero parecía que las hubieses tenido toda la vida. Me contabas chistes en la cama cuando estaba enferma para quitarle hierro al asunto y que me riese, me regalabas una rosa el cinco de cada mes,me preparabas la cena… Pero, sin duda, lo que más me gustaba de ti era que siempre esperabas a que cerrase el portal. Era la leche. Me daba la vuelta y estabas ahí, mirándome, esperando a que subiese las escaleras para calmar tu afán protector. No importaba si eran las cinco de la tarde o las tres de la mañana, si nos habíamos enfadado o qué sé yo, porque siempre estabas ahí, mirándome, esperando a que subiese las escaleras.


La casualidad o la causalidad nos separaron, pero nunca nos dijimos adiós de ninguna manera. Fue lo más bonito que hicimos, tan solo lo dejamos correr y nos olvidamos de que, un día, fuimos algo más que amigos.



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