Habías bebido. Habías bebido
mucho ese día. Eran las diez de la mañana y tú acompañabas mi café con un ron-cola.
A pesar de que no estabas allí por mi, desde ese día te quedaste en mi vida
para siempre.
Las leyes del cortejo estipularon
que lo nuestro tenía que cocerse despacito, a fuego lento. Y así fue. Nadie
dijo que iba a ser fácil, pero nosotros nos metimos hasta el fondo.
Discutíamos. Oh, Dios!
Discutíamos muchísimo, pero solo porque nos encantaban las reconciliaciones.
Los dos sabíamos que esa era la mejor parte.
Nunca habías tenido novias, pero
parecía que las hubieses tenido toda la vida. Me contabas chistes en la cama
cuando estaba enferma para quitarle hierro al asunto y que me riese, me
regalabas una rosa el cinco de cada mes,me preparabas la cena… Pero, sin duda,
lo que más me gustaba de ti era que siempre esperabas a que cerrase el portal.
Era la leche. Me daba la vuelta y estabas ahí, mirándome, esperando a que
subiese las escaleras para calmar tu afán protector. No importaba si eran las
cinco de la tarde o las tres de la mañana, si nos habíamos enfadado o qué sé
yo, porque siempre estabas ahí, mirándome, esperando a que subiese las escaleras.
La casualidad o la causalidad nos
separaron, pero nunca nos dijimos adiós de ninguna manera. Fue lo más bonito
que hicimos, tan solo lo dejamos correr y nos olvidamos de que, un día, fuimos
algo más que amigos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario